lunes, 9 de mayo de 2011

Granada, mi gran amor

Hay muchas ciudades que enamoran. Granada es una de ellas, al menos para mi. Transcurren los años y yo sigo cada día mas enamorado de ella. Vivo en ella, sin vivir. Sueño con ella y mis sueños suelen hacerse realidad de vez en cuando. Lo mas bonito de este amor, es que nadie se siente celoso.

                              


¿Quién me lo iba a decir?

 Casi nunca había salido de las tierras de La Loma. Sólo lo había hecho a la capital del Santo Reino y una vez al año, para hacer los exámenes  como alumno libre de los cuatro años de Bachillerato. Salidas nunca disfrutadas. Los nervios no permitían que me fijase en nada, ni en la magnífica catedral de Vandelvira, ni en la majestuosidad del castillo de Santa Catalina y Jabalcuz. Solamente tenía miradas esquivas, y acompañadas de pánico, para los rostros de Doña Águeda Jimeno y otros profesores. Mientras me hacían preguntas de sus respectivas materias, yo intentaba responder procurando disimular un muy perceptible tartamudeo.
Octubre de 1955. Había acabado con éxito el llamado Bachillerato Elemental. Mis padres, con gran esfuerzo económico, decidieron que me trasladase a Granada para cursar estudios de magisterio en el colegio del Ave María. Heme allí, con mis quince años recién cumplidos, en un lugar maravilloso, lugar que en un principio no supe ver. Un internado muy progresista para la época, donde disfrutaba  de la amabilidad y comprensión de un rector,  don José Jiménez Fajardo, que con su primera mirada supo ver en mí a un adolescente tímido y asustado, al que resultaba muy dolorosa la separación de los suyos y de su tierra. Desde el primer momento hizo todo lo posible por ayudarme.
                           Colegio del Ave - María
            

¡Dios mío! ¡Qué trabajo me costaba! Todo era indiferencia e ignorancia.
Allí estábamos Ella, Granada, la bellísima sultana, y yo, en dos sus barrios más queridos: el Albaicín y el Sacromonte. Los lugares más encantadores que uno pueda imaginar, un lugar de ensueño y de nombre evocador Valparaíso, y, en sus puertas, el Carmen de La Casa Madre. A todo esto se podía agregar la más bella panorámica que ojos humanos puedan contemplar: La Alhambra.
                                                       Valle del Darro. Valparaiso
                                                
                                                 
Camino de la Casa Madre

                              La Alhambra desde el Paseo de los Tristes
                      

No veía nada. Sólo sentía la añoranza de los míos y de las tierras olivareras. Todas las mañanas sonaba el despertador de los alumnos, la campana. Abría los ojos y me decía en mi interior: un día menos.
Los días parecían transcurrir monótonos y grises. Nada más lejos de la realidad. No eran monótonos, pues el trabajo era constante con gimnasia, estudio, desayuno, clases, comida, vuelta al estudio, salida etc. Y a ello se podía agregar la constante algarabía de los compañeros,  siempre alegres y dicharacheros. Ninguno se parecía a mí, al menos en mi tristeza. Tampoco eran días grises, el octubre otoñal convertía en oro las hojas de los árboles y hacía que la Alhambra hiciese honor a su nombre, “la Roja”,  pues brillaba como lo que era: la corona de Granada.
                                                          Otoño en Granada   
                                       

Transcurrían los días uno tras otro y yo continuaba sin atreverme a echar el pie a la calle. Las horas de asueto de la tarde se me hacían larguísimas, bien paseando por el patio viendo a otros correr, bien apoyado en una barandilla contemplando la Alhambra sin verla. Prefería refugiarme en mis recuerdos. Algunos compañeros me invitaban a pasear. Siempre rehuía la amable invitación.

Tardé mucho en decidirme. Mi primera salida fue un paseo por Acera del Darro, cruzando Plaza Nueva, llegando incluso a Puerta Real. Volví algo más relajado y me animé a una nueva aventura. Fue la tarde de un sábado cuando visité por primera vez la Alhambra. Fui solo. Subir a la Torre de la Vela, visitar los Palacios y pasear por los jardines del Partal, produjo en mí la sensación de que mis tristezas y añoranzas desaparecían. Sintiéndome muy feliz llegué al Generalife. Desde allí, se divisaba a mis pies, la majestuosa Alhambra, el intrincado Albaicín y la belleza de Valparaíso. Mi mente me jugó una mala pasada y comencé a pensar en los míos, ellos no las podían disfrutar. Volvió la añoranza, en mi rostro renació la tristeza y afloraron algunas lágrimas. Regresé igual que había salido, pero reconociendo en mi interior, sin saberlo, que algo había cambiado, me gustaba escribir a los míos contándoles todo lo que había visto.

Las salidas empezaron a ser más frecuentes. Empecé a entablar amistad con algunos compañeros  y casi nunca volví a salir solo, normalmente lo hacía con Dionisio Benavente que era unos años mayor que yo. Siempre pensé que cumplía órdenes del Rector. Se estableció una buena amistad. Comenzaron a ser frecuentes los paseos por la zona, unas veces hacia el  Sacromonte, otras hasta San Nicolás, siempre por las intrincadas calles y adarves del Albaicín.

                                             Calle Alhacaba  (La Caba)
                                        

En las primeras salidas, el miedo a perderme y llegar tarde al colegio no me dejaba. Nunca ocurrió. En las tardes soleadas preferíamos pasear por el Camino del Avellano y llegar a la famosa fuente. Era como asomarnos “al paraíso”.

                                                       Valparaiso
                              
Los sábados y domingos comenzaron a ser apetecidos, pues al disponer de más tiempo, mi amigo se esforzaba para que conociese Granada. Los recorridos eran diversos, los más asiduos por la acera del Darro, recordando el primer recorrido que había hecho en solitario. En algunas ocasiones subíamos al Albaicín y nos dejábamos caer por la cuesta Alhacaba, hasta terminar en los Jardines del Triunfo, lugar muy concurrido al anochecer,  pues la famosa “fuente de colores”, estrenada por entonces, era punto de atracción y reunión. En otras, recorríamos la estrecha calle de San Juan de los Reyes hasta calle Elvira, era una de mis calles favoritas, cruzábamos su famoso arco, puerta de la antigua muralla, dirigiéndonos después o bien al Triunfo o bien a San Juan de Dios.  
                                            Arco de Elvira. Salida y entrada      
                                            
 
 En numerosas ocasiones, siempre que nuestro bolsillo lo permitía, los paseos eran sustituidos ora por la visita a algunos de los cines de estreno: Isabel la Católica, Aliatar, Granada u Olimpia, ora por un vino peleón con caracoles en Plaza Larga.
La Alhambra era mi mayor deseo, pero me resistía a volver a visitarla por miedo a que las lágrimas me jugasen una mala pasada delante de mi amigo. Tuve que decidirme. Una tarde de domingo, presionado por su insistencia, me decidí a visitarla por segunda vez. Iniciamos nuestro recorrido por la Cuesta Gomérez, repleta de tiendas de souvenirs, cruzamos el Arco de las Granadas y nos adentramos en el bosque, subiendo lentamente hasta la Fuente de Carlos V y la Puerta de la Justicia. Las explicaciones de mi amigo fueron exhaustivas. Historia y leyendas me dejaron boquiabierto. Se esforzó toda la tarde en transmitirme sus conocimientos de buen granadino. Era un enamorado de la ciudad. Volví a ver lo que ya había visto. Incluso el Generalife,  pero ahora de manera distinta. A mi mente venían los recuerdos, pero convertidos en deseo y promesa de que los míos verían  aquello. No apareció la tristeza, sino la ilusión. Las lágrimas no afloraron. El fluir del tiempo comenzó a cambiar:  ¿Quién me lo iba a decir?

                                                Patio de los Arrayanes
                                       El Albaycin desde la Alhambra
                                                       El Partal

Pasaba el tiempo y a cada momento descubría algo nuevo, algo que posiblemente ya había visto y que no había sabido contemplar. Se iniciaban en mi interior horas, días y años felices. Lo que había comenzado con pesar, falta de interés e indiferencia, se fue trocando en alegría, en curiosidad por indagar y en amor. Granada empezaba a enamorarme.
Con deleite comencé a saborear las bellezas de Granada. Recorría sus calles y rincones con avidez. Fueron innumerables mis escarceos con Ella, mi Granada. Dejó de ser la ignorada, la desconocida, para convertirse en amada y deseada. Los paseos por la Carrera de la Virgen, saludar a  la Patrona, siempre para darle las gracias por haber abierto mis ojos a la belleza, se convirtieron en algo habitual. Desde allí, en las tardes soleadas, caminaba hacia el Salón para poder contemplar la belleza de las mujeres “granaínas” que paseaban, con afán de lucimiento, con seguridad. Las miraba, pero mi corazón era para la ciudad: sus fuentes, sus monumentos, la vegetación abundante de la ribera de sus ríos y de sus cármenes ocultos, la sierra, casi siempre blanca, la tranquilidad de su vega. Todo se podía contemplar desde la atalaya de la Torre de la Vela, o desde el mirador de San Nicolás. Ese era mi mayor placer.
La Alhambra se convirtió en mi lugar de refugio, el preferido. ¿Para quién no? A mí me entusiasmaba, sobre todo,  el Patio de los Arrayanes, donde el agua hace el milagro de ver repetido el verdor de los mirtos y el pórtico del salón de Comares, mientras el agua arrullaba muy quedamente a los numerosos peces de colores de su estanque.
El Patio de los Leones, lugar preferido para los turistas, que solían aproximarse con soltura a besar sus fauces -en aquella época estaba permitido- con el deseo de probar la frescura de sus aguas. Este hecho producía con frecuencia resbalones inesperados. El resultado era caer de rodillas  ante ellos, sin desearlo, o finalizar yaciendo a sus pies, lo que producía en los presentes hilaridad más o menos disimulada.
El Mirador al Patio del Daraxa era mi rincón favorito y al que me sentía íntimamente ligado. El murmullo del agua de la fuente y el canto del ruiseñor se sienten como en ninguna otra parte y más aún, si, con la imaginación consigues suprimir los añadidos arquitectónicos que mandó construir Carlos V. Es muy fácil imaginar lo que sentiría el sultán en aquellos lejanos  años, cuando el reino Nazarí gozaba de la aquiescencia cristiana,  fama, esplendor y reconocimiento. El murmullo del agua de las fuentes, el trinar de las aves y una visión completa del Albaicín,  El Sacromonte y Valparaíso. ¡Nada hay más hermoso!. No puedes encontrar en el mundo otro rincón igual. Es como transportarse a un mundo de fantasía y sueño. Un paraíso de sonidos, colores y fragancias.
Las visitas turísticas solían interrumpir el idilio. En aquellos años, al ser menos abundantes, se podía estar solo en el mirador o en el patio. Era respirar tranquilidad. Era conseguir la unión con el lugar. Eran momentos de éxtasis. Esos momentos hicieron que pudiese afirmar algo impensado tiempo atrás: Granada me enamora.
El tiempo transcurría. Cada día que pasaba me sentía más ligado a Granada. No me cansaba. Siempre que podía paseaba por las callejuelas del Albaicín y, si tenía oportunidad, me asomaba a alguno de sus cármenes. Visitaba y profundizaba en el conocimiento de sus monumentos, tanto cristianos como musulmanes. Estos últimos me atraían, sobre todo la Alhambra, que tenía la dicha de poder contemplarla en cualquier momento y a cualquier hora del día, sólo tenía que levantar la cabeza del libro donde estudiaba y allí estaba, frente a mí. Siempre hermosa.
Granada me tenía hechizado y me sorprendía siempre. No puedo olvidar una primavera, creo que la primera que pasé en Granada, allá por el 56, cuando, una tarde tranquila, toda Granada rugió. La tierra tembló. Los edificios se balanceaban como si  estuviesen construidos sobre un barco en pleno océano. Los  temblores se repitieron durante días, pero nunca como el primero. El pavor se sembró en todos los habitantes. Pasado el susto alguien nos dijo que era algo habitual. Pero ni el más habituado  vivió el hecho con calma. Fue una experiencia nueva, nunca había vivido un terremoto de esa intensidad. Granada enfadada, enojada, furiosa y haciéndonos temblar a todos. Su ira también fue bella, aunque es preferible verla en la suave calma de sus amaneceres o en sus embrujadores crepúsculos. Pedí interiormente que no se volviese a enfadar.
Durante el segundo invierno que pasé en Granada el blanco manto de su sierra se extendió mucho más de lo acostumbrado. Un enero frío y desapacible hizo que, en sus postreros días, la ciudad se vistiese de novia. Amaneció un día cubierta de una gruesa capa de nieve. Fue una gran nevada, la más grande que recordaban por el lugar desde hacía mucho tiempo. Todo quedó paralizado, en calma. El tráfico quedó  interrumpido durante varios días. Las clases se suspendieron. Hasta las aves dejaron de trinar. A una persona buena y admirada, nuestro rector, se lo llevó la nevada. Solamente los jóvenes nos atrevíamos  a recorrer sus calles, pasear por el Camino del Avellano, intentar subir por la Cuesta los Chinos hacía la Alhambra y el Generalife, incluso aventurarnos osadamente a llegar a la Silla del Moro.  Desde este último lugar Granada se veía más bella que nunca. Costaba trabajo mirarla. Te dañaba los ojos tanta belleza. La sierra, la ciudad y la vega estaban unidas por la misma y resplandeciente albura.
La gran nevada hizo que acabase totalmente enamorado de esa ciudad, la más bella, la más deseada, mi Granada. Aquel adolescente tímido, añorante e introvertido, dejó de existir. Ya era otro. Ya estaba rendido a sus encantos.
La abandoné cuando acabé los estudios. Pero siempre deseé volver. Tuve la suerte y lo hice. Regresé allí años después a cumplir un deber que no me apetecía. Tengo que reconocer que el deber se me hizo muy tolerable. Estaba allí, disfrutando de la que había sido ignorada al principio y ahora rendido a sus encantos. Ese amor hizo que los toques de diana no sonaran con estruendo en mis oídos y las guardias me fueran soportables, pues me permitían pensar en Ella. Las marchas no fueron duras, nunca nos alejábamos de ella. Las maniobras militares y pruebas de tiro, las recibía con alegría. Era subir a la sierra y poder admirarla desde lejos en toda su belleza. Cubrir carrera en la procesión de la Patrona fue todo un honor. Pese a las muchas horas que permanecí de pie, se hicieron muy llevaderas, pues disfrutaba de un lugar privilegiado, la confluencia de calle Mesones con Puerta Real. Fue verla en sus mejores galas y, a sus gentes, vivir una de sus grandes fiestas. La otra gran fiesta El Corpus
Aquel periodo acabó y no volví más a vivir en la bellísima Granada. Pero ya no había duda, había caído rendido a sus encantos. Y siempre que he podido he vuelto. Pasear por sus calles, visitar sus monumentos, enseñarle a los míos sus encantos y por tanto cumplir la promesa hecha muchos años atrás, ha sido y será siempre un verdadero gozo y placer.
Nada mejor que acabar cantando a sus rincones y expresar mis sentimientos, no con palabras mías, sino con las de uno de sus hijos más  preclaros, Federico García Lorca:

                  Por el arco de Elvira
quiero verte pasar
Para saber tu nombre
y ponerme a llorar.

¿Qué luna gris de las nueve
te desangró tu mejilla?
¿Quién recoge tu semilla
de llamarada en la nieve?
¿Qué alfiler de cactus breve
asesina tu cristal?


Yo me alejé de tu lado
  Queriéndote sin saberlo.
  No sé cómo son tus ojos,
  Tus manos ni tus cabellos.
  Sólo me queda en la frente
  La mariposa del beso.
(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)

3 comentarios:

  1. Muy bonito relato de esta linda tierra

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  2. Algo parecido también me ocurrió a mí, sobretodo con la Alhambra,a que estuve visitando todos los domingos durante 7 años

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  3. Miguel Moya Moreno9 de febrero de 2018, 11:52

    Gines este relato sobre esta bellísima ciudad me a transportado a mi, a otra ciudades que por motivos de trabajo tuve que adoptar, me gustaría describirlas con la belleza que tu lo haces sobre Granada, (permite me que te tutee), pero estoy lejos de esa realidad. Me ha encantado tu descripción, tienes talento de escritor, un saludo ...

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